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El reino sobre la mesa

Sobre la planicie del juego se ciñe un mundo de contrarios o complementos. El rey aunque ausente, es la pulsión de la obediencia del esclavo y el esclavo no lo es más por no hacer algo que por el desconocer de su condición o si lo hace, sentir el placer de asumirla y prolongarla. Un reino erigido desde la escasez y los desvaríos de la conciencia, es reino por el poderío no ajeno a su congregación. No hay suntuosidad ni alarde en las ropas, tampoco en el habla recortada. El brillo no nace en lentejuelas, está en la esencia de un cristal a punto de quebrarse o re- unirse con sus cicatrices en las manos de un pequeño. Los pantalones andan sin piernas y los pechos con remiendos sin clamor. Los peones valen menos que la nada pero son más: se les ve como una cifra, ni siquiera como una ecuación, meramente un objetivo en la conquista de ciertos intrusos en tiempos de renovación del linaje.


Los cabezones se enfilan con la aurora y sonríen entre la agonía y el miedo. En el bando más claro o en el más turbio, algunos se ahogan en las cloacas que los guardianes intentan secar para cubrir los fracasos de los navíos, pero las permanentes filtraciones naturales tornan lo suelos mohosos. Las torres no sostienen aquel reino, ni los muros o columnas, lo hacen sus peones que escudriñan sin saber un sistema lineal, por querer adornar de optimismo su quehacer de supervivencia en algún rincón de la jerarquía. ¿Cuándo el peón podrá voltear y patear al inválido rey sabiendo que están hechos de lo mismo? ¿Llegará un jaque mate?


Espadas y bolas de fuego son cotidianamente el elixir fatigante de los guerreros. Los vastos jardines, aún con su podredumbre, son abismo de vacilaciones que esperan un rostro acallado o sonriente que los transforme en un paraíso cromático y los sueñe así sea hasta la media noche, claro dejando una que otra zapatilla desgastada para un posible reencuentro en la reflexión. Una nariz traviesa, entre otros designios, podría usarse para descifrar la trama críptica de una puesta en escena sin una obra definida, pero que con lo humano y lo sereno hacen de la carne una macilla maleable.


En aquel reino, las damas son talladas por el magistral Botero siendo tan pícaras que sus mejillas parecieran un par de cerezas jugosas. Los caballeros, por su parte, persiguen jovencillas y levantan faldas con eructos de cebada amanecida mientras sus mujeres cuidan a los críos.


Hay quienes no gustan de visitar los senderos “reales” por el rechazo a la fijación de anónimos genios entre sedas y sin medallones, que se aventuran a rastrear monedas de oro para hacer sus varitas, sobrevolando las cabezas calvas o pobladas de las gentes como balas en telas bordadas por la calle, vaciando sacos de dagas, dejando fumarolas en su ruta y escupiendo a los alfiles por su exceso de imaginación e insensatez para liberar a los presos de espíritu.


Sobre el tablero o cuadrilátero de sesenta y cuatro pasos como máximo, el contracara es prominente, y mientras la embestida de los corceles (esta vez de plástico) arrasa con la calidez del desfile de cadáveres para el banquete, la esperanza se hunde en el agua de innumerables cocos dispuestos al trueque en una carreta anclada en la Plaza de La 21 de Ibagué, que en medio del resfrío de los camiones es sostenida por un maduro hombre bonachón con sombrero de paja que frente a otro, lidia por ganar una partida de ajedrez.




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