Del estudiante hacia la plaza, del ser común a la plaza

A usted le escribo, mi flamante desfile de luces envuelta en sonidos de huerta y aromas concentrados de sudor, sangre y podredumbre. Sé que todos la rechazan, del revistero a la encopetada con hormonas, pero créame porque le digo con respeto que me agrada su magia, su albor, el abrazo del amanecer en sus pompas y los gritos de pudor en su espalda.

También, sé que le embriagan las marchas y le indignan los juegos de manos y bolsillos, y es allí cuando recuerdo el féretro del sentido humano, aquel que alojaba la alteridad y el yo. Puedo decirle esto porque la seguí hace unos días, sin embargo no piense que quiero acosarla o reprimirla, tampoco asesinarla o tal vez si pero en mi prosa. Me inquieta que los perros anden detrás suyo, que la huelan y la laman, que gusten de mojarse el cuero en sus fuentes; quiero desnudarla, quitarle la investidura floreada, pero también la negra, aquella tosca y que me hace huir.

La deseo en mi mirada, aunque sea arisca y orgullosa. Permítame darle una rosa y mostrarle que alguien en un recóndito espacio la vislumbra, la palpa, la charla entre cigarros. La locura ya bordea los abismos de mi pesadumbre y me siento agotado. Busco su rostro, pero cada entretarde me topo con una máscara distinta, y no sé cuándo toca la folclórica o cuando la dramática, pero ¿sabe algo? La espero, lloro por sus paredes mullidas a mis manos pero ásperas a las de otros. La verdad no me importa su perfume marino ni la botella con que quebró la afabilidad de sus insectos. La comprendo por su vida acelerada pero no me gusta verla extraviada, bordeada por enredaderas pardas de inconciencia.

Le digo que aquí está su huella, soy un aventurero en sus senderos anónimos y un guardián de su boca invisible. Aguardo por su renacer, sé que en mi está beber su figura, pero también le pido paciencia desde la esquina de cuerpo, jugando con cocos y oliendo a muerto.